El primer coleccionista del que hay noticia es el rey asirio Asurbanipal, quien, tras conquistar Egipto en el 666 a. de J.C., trasladó a Nínive, capital de su imperio, dos obeliscos y 32 estatuas. Más que la contemplación de la belleza escultórica, lo que debió de mover al rey asirio a realizar el costoso traslado fue su deseo de propagar al mundo sus hazañas guerreras.
El mismo afán propagandístico, aunque en este caso unido a un componente religioso, debieron tener las colecciones de estatuas y objetos de culto reunidas en el s. V a. de JC. en los recintos sagrados griegos de Delfos, Olimpia y Éfeso. Durante el helenismo, las obras de arte se desacralizaron, lo que permitió coleccionar y reunir estos objetos a las elites cultivadas. Los nuevos coleccionistas compraban cuadros, esculturas, pinturas, cerámicas o mosaicos motivados por la belleza intrínseca de las obras.